Las ciudades son el abismo de la especie humana. Jean-Jacques Rousseau

miércoles, 19 de febrero de 2014

Un viaje a Kéköldi

Las horas de viaje pueden parecer muchas, son cinco, pero vale la pena. Sé que vamos llegando a Puerto Viejo por el olor a mar y la particularidad de la ruta, que después del quinto viaje se graba en la memoria.

La ventana del carro se convierte en un cinema natural, lleno de grandes árboles, plantaciones de banano y la vegetación. Aquí las bicicletas predominan, los shorts, los surfistas y el intercambio cultural que se nota por el montón caras rosadas y cabellos dorados impropios de los ticos. De los mejores rincones que Dios le dio a Costa Rica.

Al llegar al hotel nos ofrecieron muchos tours, pero el de la caminata a la Reserva Kéköldi fue el que nos llamó la atención. Una hora y media para llegar a la reserva, la buseta llegó hasta donde se pudo y empezó la caminata, sin los hi- tec no lo hubiéramos logrado, el camino estaba bastante atropellado.

 Al fin llegamos a la reserva de la iguana verde, acompaños de José, nuestro guía, aunque me distraje todo el camino con tanto por lo que asombrarse alrededor.

- Acá se reproducen en un ambiente semilibre, dijo José. Es un perímetro de unos 150 metros cuadrados de criaderos.

Que por cierto a las iguanas les encanta las flores de Jamaica, me quedé un rato lazándoles su comida preferida. Mientras tanto el guía se trasladó un poco y con mucho cuidado nos llevó a mostrarnos un hormiguero. “¡Que emoción!” pensé sarcásticamente, pero estaba equivocada.

-Estas son mortales, con la picadura de una basta con llevarlo al hospital en condiciones delicadas, es la hormiga bala, explicó José.

Dejamos el refugio atrás para adentrarnos más y llegar hasta la reserva kekoldi, no es lo que uno se imagina o lo que puede salir en una película en el cine. Tienen sus casitas de madera, como en Limón centro y usan ropa como la nuestra. Pero sus facciones marcadas y el color de su piel los delatan, tienen una belleza extraordinaria.

A lo lejos venía una señora con enagua azul, de tez morena y el pelo amarrado en una cola. María era su nombre, se nos acercó para saludarnos, es de las pocas que sabe hablar español. Empezó mostrándonos con que elementos de la naturaleza que la rodea es que pintan sus artesanías, cada
planta es un color.
De repente sacó una cuchilla de su bolsillo y tomó con sus manos lo que parecía la hoja de un estilo de palmera, cortó un pedazo y lo descarapeló, lo puso en mi mano. El mecate era de los más resistentes que haya visto.

- Estas son las cuerdas, para sostener la madera y sus piezas, me dijo María.


Mientras miraba hacia atrás habían dos niñas, una de ocho y otra de cuatro o al menos eso parecía, andaban detrás de nosotros, tímidas y sorprendidas, hasta un poco juguetonas. No quitaban la sonrisa por ninguna razón. María las mandó para la casa, venía la parte que a todos nos gusta, el chocolate.


María con mucha paciencia tomó los granos que nos hizo recolectar y nos hizo ponerlos a secar bajo el sol, ahí se tienen que quedar un buen rato, así que tomó otros ya secos. Hay que molerlos, pero ese era nuestro trabajo. Ella puso el agua a hervir mientras se molían los granos. Al cabo de un rato, se juntaron los dos elementos para convertirse en la bebida codiciada por todos. Sin ingredientes artificiales, recién hecho y con humito saliendo de la cáscara de coco que había de vaso en ese momento.

Mark y Jane, dos estadunidenses que nos acompañaban, no lo podían creer y nosotros tampoco. Sabía a cielo. Alfredo, jefe indígena, Alfredo Swaby nos acompañó al final de la amena tarde. De nuevo no era lo que ninguno creía, pantalones de vestir y una camisa de botones, con las faldas adentro. Después de todo, las apariencias todavía engañan.


“Los indios en su sabiduría, erguidos como el roble, bajan su frente ante Dios, la piedra, la naturaleza y el universo porque siente que son superiores”.

No hay comentarios:

Publicar un comentario